martes, 18 de diciembre de 2018

Cuento de gatos




Los trabajos del gato Arnulfo - Miguel Angel García

    •    Letrina y gata


Arnulfo vivía con un matrimonio de viejos humanos no mal conservados, en los altos de una casa antigua, confortable y llena de libros del barrio de Almagro. La casa estaba ubicada en una manzana de edificación baja, con la excepción de dos edificios de departamentos. Los techos estaban por lo tanto casi al mismo nivel, creando un terreno favorable, aunque no sin insidias, para la circulación de gatos.

Como casi todos los días Arnulfo subió la escalera de hierro a la terraza, espiralada alrededor de una columna, agazapado con la panza rozando los escalones, como quien penetra en terreno descubierto. Al llegar al último escalón se congeló, con los ojos a nivel del piso de la terraza, y pasó un buen rato barriendo sistemáticamente todo con la vista, en busca de movimiento. No lo había, y entró con un paso furtivo pero casi normal. Se tiró de costado al suelo en el centro del espacio, y siguió con los ojos la fuga de las dos torcazas y el zorzal, que habían detectado su presencia supuestamente predadora.

Después de un rato, en el que se reposó con los ojos semicerrados, se incorporó, rodeó las macetas olfateando sin novedades relevables y llegó hasta el bajo muro del perímetro. Con un salto elegante se subió al borde, y volvió a congelarse mirando los techos vecinos. Fue una larga barrida visual, deteniéndose en cada punto en el que se produjera movimiento, generalmente de palomas. Observó con mayor atención el sacudirse de un trapo enganchado en una punta de hierro y agitado por la leve brisa.

Varios minutos después se dió por satisfecho; en los techos no había nadie, si se exceptuaban los pájaros; ni personas, ni gatos ni perros. Descendió entonces rápidamente, atravesó la terraza en diagonal hasta el espacio bajo el tanque de agua, saltó a un travesaño de sostén del tanque y se enfiló por debajo de él hasta llegar al borde de la terraza de ese lado. Se amplió su visión al techo la la casa, una larga superficie de chapa acanalada, bien instalada y bien impermeabilizada, que cubría la hilera de habitaciones que se abrían al corredor lateral. Dedicó una breve mirada distraída al edificio de su derecha, uno de los dos de varios pisos, donde vivían tres pequeños perros y un gato dormilón y casero, que no tenía modo de salir a los techos. Sabía que no había novedades en esa dirección. Y se concentró en la terraza sin acceso que techaba la habitación con ventanas a la calle, el living, cubierta de grandes y maltrechas baldosas que un día fueron rojas.

Después de varios minutos de observación quedó satisfecho, saltó a la cornisa medianera y caminó rápidamente hasta el desnivel donde iniciaba la inútil terracita, separada por una red metálica agujereada de la casa del lado izquierdo. Subió a ella con un saltito elegante, trotó hasta donde podía ver la calle, que no le interesaba. Se corrió a la izquierda hasta la red metálica, y volvió atrás hasta un punto en el que había una breve extensión de techo de lata, correspondiente al ingreso, que daba al patio interno, en la planta baja.

En la dimensión de los techos ese espacio era el santa sanctorum de su letrina personal, con varios residuos fecales gatunos que se secaban al sol. Olfateó un poco y, satisfecho, se arqueó y procedió a defecar. Después se sacudió, y rascó sobre la chapa produciendo una imaginaria lluvia de tierra para cubrir los residuos. Los gatos urbanos aman la virtualidad no menos que los humanos.

Volvió a girar la vista para controlar el espacio circundante, y en ese momento vió la Gata, que lo miraba desde su postación, en el techo de al lado, a una decena de metros a su derecha.





  •    Gata y otro gato

     La Gata se giró ostentosamente y clavó la vista en el edificio al otro lado de la calle. Arnulfo levantó rígidamente la cola formando un signo de interrogación, dio media vuelta y volvió con paso elástico y dignitoso hacia la terraza de su casa. Los dos fingieron que no veían al otro. En la cultura gatuna no es inusual hacerse el tonto para resolver una situación embarazante.
  
      Arnulfo llegó hasta el centro de la terraza de su casa, y se tiró al suelo, esperando que la Gata llegara. Pero mientras tanto resonó un maullido que parecía más el rugido de un tigre, con un dejo de desesperación y de odio. Venía de abajo y de atrás, al otro lado de la reja que separaba la casa de Arnulfo de la casa del fondo, que daba a la calle a la derecha de la manzana. La Gata vaciló, dio media vuelta y corrió hacia uno de sus misteriosos refugios. Arnulfo lanzó un maullido lamentoso, observó la fuga de la Gata y saltó hacia la escalera caracol de metal. Mirando entre los escalones vio al Otro Gato, erizado y aullante entre los pedazos de madera y fierro, los restos de máquinas y de aparatos en desuso que se suponía que impedirían que volaran las chapas en caso de viento fuerte.
  
      Arnulfo terminó de bajar la escalera a pasitos cortos, y maulló con tono quejumbroso en la puerta de la cocina. Le abrió la señora de casa, que a continuación, mientras el gato se refregaba contra sus piernas, calentó sin exagerar un pedazo de pollo cocinado, lo cortó en pedacitos, lo puso en el cuenco de plástico y lo depositó en el suelo en el lugar del beneficiado. Arnulfo entonces se puso a comer con leves sonidos de garganta que evidenciaban placer, mientras pensaba en su futura larga siesta en su almohadón en el living.

     Arnulfo era un gato a mitad entre dos mundos, doméstico en su casa y salvaje en los techos. Después de algunas horas de placeres de puerta adentro: comida variada, tibia y cortada en bocados, calor en invierno debajo de su calefactor a gas favorito, fresco en verano en las habitaciones con ventilador en el techo; protectora compañía humana, muy apreciada en presencia de truenos, relámpagos y otra pirotecnia natural o no.

      La Gata y el Otro Gato venían de un sitio distinto, a unos 40 metros de distancia en línea de aire. Fue un conventillo, que se extendía tortuoso por mitad de la manzana, en corredores con la típica arquitectura de ringhiera de los inquilinatos de Milán, habitadas a razón de una familia por pieza sin baño. En los noventa fue adquirido por un rentista, que puso en la puerta un gran cartel que decía “pensión” y estableció una suma mensual de pago del supuesto servicio. En la crisis del 2001 quedaron desocupados la mayor parte de los allí alojados, los que abrumados por la falta de dinero, de suerte y de futuro se declararon “ocupantes”. Quince años después fueron desalojados por la policía, y cargados en un autobús, seguido por dos camiones con sus pertenencias.

      Dejaron algunos muebles viejos, bolsas llenas de ropa usada harapienta y mugrienta. Ademàs de dos gatos desconcertados. Uno de ellos fue adoptado, la hembra, por una parienta de la dueña original, paraguaya como ella. La trató con amor, en el poco tiempo libre que le dejaba su trabajo. Como lo tenía el empleo siguió pagando la pieza, por lo que no fue desalojada. El otro gato, después de un mes de vagar desesperado y hambriento por los techos, recibió las sobras de una vecina piadosa.

      El propietario, que incursionaba en la especulación inmobiliaria, se aseguró de que los desalojados no volvieran, con el sencillo aunque brutal expediente de demoler los techos, y parte de las paredes internas, de las piezas condenadas. El Otro Gato se encontró en un paisaje lunar y sin recursos, en gran parte inaccesible; buscó entonces otros territorios, en los techos cercanos. Llegó así hasta los techos contiguos a la casa de Arnulfo, donde se enfrentó a un gatito del edificio sindical vecino y al gato Arnulfo, que se sentía dueño de la parte oeste de la manzana.

      El Otro Gato, después de erizarse y de emitir una serie de aullidos feroces, se lanzó sobre el Gatito con sus uñas afiladas desplegadas. El Gatito evitó el ataque por un pelo, refugiándose bajo una rama espinosa de la cercana Santa Rita y quedó allí, tembloroso, mientras el Otro Gato preparaba un nuevo asalto.

     Arnulfo, ante tanta violencia, quedó bloqueado, y no atinó a otra cosa que a llamar desesperadamente a sus humanos. El humano de la casa de Arnulfo, alarmado por el acoso al Gatito, se armó con un canto rodado casi chato de unos diez centímetros de diámetro y lo arrojó con la mano izquierda (era zurdo) girando con fuerza y velocidad hacia el Otro Gato, a quien le dio en las costillas. Después me contó que había aprendido a tirar piedras en su niñez, adquiriendo una cierta excelencia en su arte, y que, como cuando uno aprende a andar en bicicleta, no lo olvidó ni siquiera de viejo. Es una memoria del brazo, de nervios y músculos gobernados por los ojos, casi sin intervención de la parte racional del cerebro.

      El Otro Gato quedó completamente desconcertado. Ya otras veces había sido espantado a golpes de escoba o trapeador. Pero esta vez sentía el mismo dolor sin ver a nadie a su alrededor. Retrocedió lentamente hasta que se sintió seguro, después escapó velozmente hacia su refugio, bajo un tanque de agua. El Gatito no desperdició la oportunidad; corrió por su vida, hecho una pelota nerviosa que apenas tocaba el techo; saltó como un acróbata sobre el corredor que se interponía, y bajó hacia el sindicato, que consideraba su casa. 



  •      El Otro Gato

     Buenos Aires es una ciudad ordenada y razonablemente limpia. Pero los techos de la zona céntrica son caóticos y de vetusta suciedad. Se parecen a esos tipos bien vestidos y calzados, pero con la ropa interior sucia y rotosa. Es común que el lado techo de las casas se presente crudo y manchado, cubierto por capas geológicas de esa substancia pringosa y aceitosa que descargan sin cesar los motores de explosión. Las chapas son mantenidas en su sitio con toda clase de objetos pesados: lavarropas, cocinas y heladeras fuera de uso, ladrillos, objetos semidestruidos de hierro fundido o de acero.

     Los colocadores de cables eléctricos, conexiones telefónicas y de Internet, antenas de televisión y similares evitan cuidadosamente engrapar sus instalaciones a las paredes o terrazas; se observa una jungla de cables atravesados, a veces en grandes ovillos, a veces en arcos sueltos y golpeteantes, a veces en viejos cables inútiles desconectados, que el viento vuelve restallantes como látigos. Los colocadores humanos, gatos también ellos, lo hacen a propósito: Ahorran una cantidad de tiempo de trabajo, y vuelven muy difícil la anulación de sus contratos, ya que solo ellos saben de qué empresa y de qué domicilio es cada cable.

     Este es el ámbito en el que nació y creció el Otro Gato. Jugueteaba con la Gata de chico, y cuando llegó la edad del celo la montó entre aullidos desgarradores. La Gata quedó preñada y tuvo dos crías macho. Uno murió y el otro fue donado al custodio del local sindical vecino: era el Gatito. Poco después se produjo el desalojo, y el Otro Gato quedó abandonado y hambriento. El intento frustrado de asesinato del Gatito, que era en realidad su hijo, fue su última hazaña. En los días sucesivos empezó a manifestarse una cruel enfermedad, hasta la metástasis de ese invierno.

      Su vida se volvió un permanente dolor intensísimo que le impedía andar, dormir y hasta comer; el Otro Gato se convirtió en un manojo de dolor pulsante y violento. Perdió peso hasta volverse una sombra que se arrastraba con las patas tempequeantes, flaco hasta lo increíble, la cara reducida a piel tirante sobre el hueso que se transparentaba, su aullido convertido en un ronco estertor. La Gata olió el mal aún antes de que fuera perceptible para los humanos. Empezó a eludirlo, particularmente cuando ella estaba en celo. Un par de veces, arrinconada, reaccionó a zarpazos, hiriendo al macho bajo un ojo, mientras soplaba furiosa.

      La Gata corrió su atención hacia Arnulfo, cortejándolo, pasando más y más tiempo en la terraza de su casa. Arnulfo, hasta cierto punto correspondía. Se recostaba a su lado, maullando en tono agudo apenas audible, como un gatito. Si la gata, en celo, se ponía brusca buscando ser dominada y finalmente montada, Arnulfo escapaba de ella y se refugiaba abajo en la cocina, tras las piernas de su humana. Esto sucedió varias veces. Porque Arnulfo, esterilizado de muy joven, era un virgen sin conciencia de serlo, que desconocía todo lo relacionado con el sexo.

     Pobre Gata, que tenía que elegir entre un enfermo terminal, instintivamente rechazado, y un macho virgen sin conciencia de serlo, que la rechazaba a ella en el momento culminante.

     Los viejos humanos de Arnulfo, presionados por los vecinos hartos del cotidiano “concierto” nocturno de los gatos, y malhumorados ellos mismos por el sueño perdido, convocaron un experto, que instaló una barrera anti-gatos simple y eficiente en la parte más estrecha del pasaje usado por los gatos. La Gata quedó aislada de Arnulfo, de su terraza y de una considerable porción de techos. Arnulfo perdió el espacio de techos y huecos de la ex pensión, su ambigua relación con la Gata y con los olores semidesvanecidos del fallecido Otro Gato. Ambos reaccionaron indignados, intensificando los maullidos indignados y llorosos. Pero los gatos son muy realistas y adaptables, superan inclusive a los políticos de centro, y las noches en la manzana volvieron a ser silenciosas, al menos por un tiempo.
    
     Miguel Angel García









Cuento de gatos

Los trabajos del gato Arnulfo - Miguel Angel García    Letrina y gata Arnulfo vivía con un matrimonio de viejos human...